Dorian caminaba arrastrando los pies, sorteando las pilas de libros que obstruían uno de los pasillos de la librería. Vestido con una camisa blanca, perfectamente planchada y pantalones caqui que se ceñían muy bien a su cuerpo, lucía una figura digna de un hombre con treinta años menos. Dejó escapar un par de toses antes de abrir un pequeño armario de la trastienda y sacar una regadera. Acto seguido la llenó de agua y se dispuso a regar una pequeña maceta con un cactus que tenía cerca de la pantalla del ordenador.

La puerta se abrió y entró una mujer alta y delgada con gesto ligeramente desorientado. Cuando posó su mirada nerviosa sobre Dorian, este ni si quiera dejó de regar su cactus. Simplemente le ignoraba.

─Perdone ¿me puede decir qué lugar es este? ¿Qué hago aquí?

Dorian continuaba observando cómo el agua de la regadera caía en finos hilillos transparentes dentro de la pequeña maceta. La tierra comenzaba a encharcarse mientras el hombre parecía estar muy lejos de allí.

─¿Disculpe? ─llamó la atención la mujer─. ¿Me está oyendo? ─preguntó de nuevo.

Dorian levantó la cabeza y la miró sin dejar de regar su maceta. El agua rebasando los bordes del tiesto y derramándose hasta la mesa, donde formó un pequeño charquito que se fue extendiendo poco a poco.

─Perdone, soy un poco duro de oído. ¿Qué desea?

─No sé qué hago aquí. Ni siquiera reconozco este lugar ni cómo he llegado.

─Eso es normal ─comentó Dorian con aire paternal─. No es la primera persona que me lo pregunta. Ni la última.

─Entonces… ¿sabe usted qué me ha pasado?

─¿Qué es lo último que recuerda?

La mujer dirigió su mirada hacia una esquina de la habitación, intentando recordar. Torció los labios como si hubiese algo que no concordaba. Finalmente realizó una inspiración profunda y se dispuso a hablar.

─Estaba sentada en mi sillón, viendo el telediario.

─Ya veo ─dijo Dorian─. ¿Tiene familia?

─Tengo tres hijos pequeños.

─¿Está casada?

La mujer miró al suelo y negó con la cabeza antes de responder.

─Ahora no.

Se hizo un silencio efímero antes de que Dorian lo rompiese con una nueva pregunta.

─¿Cómo se llama?

─Me llamo Laura ─contestó la mujer con voz entrecortada.

Ambos se miraron unos segundos guardando silencio. Entonces Laura fijó sus ojos en la regadera.

─No se tiene que regar.

─¿Cómo dice?

─El cactus… que apenas se riega y lo está encharcando.

─Vaya, qué torpe ─dijo Dorian al darse cuenta de que se había despreocupado por completo de lo que hacía la mano que sostenía la regadera─. A veces se me va el santo al cielo. Me quedo pensativo y me evado. ¿Le ha pasado alguna vez a usted?

─Es posible. Alguna vez que otra. Me quedo pensando en cómo sería mi vida si pudiese volver a empezar.

─Supongo lo que le estará costando sacar adelante a sus chicos ¿Imagina usted a su familia de otra forma?

─Mis hijos necesitan al padre que nunca tuvieron. Nos abandonó antes de nacer el pequeño. Simplemente se marchó de casa. Sin despedirse.

─¿Qué sería capaz de hacer por su familia, por sus hijos?

Laura observó a Dorian como si aquella pregunta le hubiese penetrado hasta lo más profundo de su alma, como un cuchillo muy afilado.

─Cualquier cosa. Si se tratase de defenderlos o algo así. Una madre nunca duda.

─¿Considera que el fin justifica los medios?

─No lo sé. Pero sería capaz de cualquier barbaridad por preservar a mis hijos. Quizás tenga usted razón: el fin es lo más importante.

Dorian depositó la regadera sobre la mesa con un ruido hueco y se quedó mirando a la mujer. Una belleza serena y madura que no superaba los treinta y cinco.

─Déjeme que le recomiende un libro.

─Perdone pero no tengo tiempo de leer.

─No se preocupe. Siempre hay tiempo de acercarse a un buen libro, aunque sea a última hora del día, en su cama o en ese bendito sillón donde ve el telediario. Apague la televisión y lea. No se arrepentirá.

─Hubo un tiempo en que leía bastante. Antes de tener a los niños. Me gustaban los libros que te enganchaban nada más pasar la primera página.

Dorian se dirigió a una de las estanterías y extrajo un libro. Le limpió el polvo con un leve movimiento de la palma de su mano y se lo entregó a Laura.

─¿La Casa entre los Cactus?

─Efectivamente ─respondió Dorian─. Un thriller psicológico de Paul Pen, escritor madrileño de padre holandés y madre mejicana. Ha vendido miles de ejemplares en los EEUU y su primera novela “El Aviso”, fue llevada a los cines.

─¿De qué va?

─Trata de Elmer y Rose, una pareja que ha formado una familia perfecta. Viven con sus cinco hijas en una casa en medio del desierto de Baja California en los años sesenta, rodeados de cactus en un ambiente inhóspito. Todas sus hijas tienen nombre de flor: Edelweiss es la mayor y está muerta. Iris le sigue con dieciséis años y le encanta la lectura. Añora tener relaciones con chicos. Después viene Melissa, que tiene trece años y vive en su propio mundo de cactus vestidos con ropa y piedras con caras dibujadas con las que charla a menudo. La gemelas Dahlia y Daisy son más pequeñas y tienen una extraña coincidencia cada vez que se expresan. Un día aparece Rick, un joven excursionista en busca de refugio que les pide quedarse una noche en su casa. El problema vendrá cuando Elmer y Rose descubran que Rick no es quien dice ser y se producirá un enfrentamiento que destapará terribles secretos que cambiarán las vidas de todos.

─Vaya ─exclamó Laura─. Parece interesante. ¿Qué tal escribe Paul Pen?

─Tiene una prosa muy fluida y visual. Yo la definiría como sensorial. Cada acción, incluso la más intrascendente, es narrada con una riqueza descriptiva que nos hace sentir todo aquello que el escritor nos muestra, y nunca mejor dicho.

─Recuerdo que algunos libros provocaban que el tiempo se suspendiera mientras los leía. Parece mentira hasta qué punto puedes sumergirte en una historia.

─Usted lo ha dicho muy bien ─apuntó Dorian─. Es posible que, ahora mismo, se encuentre viviendo dentro de sus propias fantasías.

Laura sacudió levemente la cabeza, sorprendida ante lo que acababa de escuchar.

─¿Se ha sorprendido? Pues entonces espere a ver el giro argumental que da esta novela. Le aseguro que experimentará una sacudida de tales dimensiones que tendrá que recuperar el aliento.

Laura comenzó a tocarse el cuerpo, como si no acabase de aceptar que ella misma fuese un personaje más de un sueño, de una fantasía. Trató de pellizcarse pero cada una de las veces que lo hizo, se sintió corpórea y real. Muy real. Aunque, a pesar de todo, dudaba de sí misma, de lo que le mostraban sus sentidos, e incluso de las palabras de aquel hombre anciano que le estaba recomendando un libro.

─Conceda una oportunidad a su imaginación. Abandónese entre las páginas de esta novela y disfrute. Le aseguro que, con el tiempo, se sentirá mejor entrando en las historias de cada libro que lea. Tome, lléveselo.

La mujer tomó la novela que le ofreció Dorian y caminó hacia la puerta sin perder de vista a Dorian, con un ligero brillo de esperanza en sus ojos.

─Debo asimilar con tranquilidad lo que me ha contado. Ya le diré qué me parece la novela.

─Si le gusta vivir otra vida y no lee ─dijo Dorian─, es como pretender regar un cactus. No obtendrá ningún resultado y algo dentro de usted se acabará secando.

─Hasta la vista ─dijo la mujer.

─Me da la sensación de que nos volveremos a ver ─replicó Dorian mientras se volvía a observar la planta llena de espinas que descansaba sobre su mesa.

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